domingo, 2 de agosto de 2009

La velocidad y yo

Me encantaría compartir algunas reflexiones sobre nosotros y la velocidad.

Tengo seres queridos viviendo en el exterior, y por ese motivo me acerco con cierta frecuencia al aeropuerto internacional Ministro Pistarini, en la localidad de Ezeiza. Desde hace muchos años tengo licencia de conducir. Aunque no me gusta manejar en la ciudad, la ocasión de recibir a aguien en el aeropuerto siempre me fue grata, y por eso pongo a un lado mis reservas y me subo a algún auto que pueda conseguir en mi familia.

Este ritual se viene repitiendo desde hace unos 7 u 8 años, y tiene ya características que lo convierten en tal. Cuando voy a buscar a alguien, sigo el vuelo por internet. Además, me tengo que despertar muy temprano. Si, en cambio, llevo a alguien al aeropuerto, siempre hablamos en el camino sobre el peso de las valijas, si nos harán reubicar cosas, o directamente sacarlas, para poder despacharlas. Son las partes simpáticas del viaje. El viaje para buscar a alguien siempre trae también la alegría del reencuentro. El viaje en el otro sentido, siempre es un poco amargo. Hay algo, sin embargo, que está presente en todos los viajes, tanto a la ida como a la vuelta.

El gusto por la velocidad siempre estuvo en mí, dando vueltas. Quizás venga de familia. Mi padre alguna vez contó, no sin un poco de vergüenza, las pavadas que hacía arriba de un auto cuando era jovencito. Mi hermano también fue siempre adepto a las altas velocidades. Y aunque no me guste moverme en auto por la ciudad, moverme a más de 100 kilómetros por hora siempre tuvo para mí un fuerte encanto. Mi vida diaria no me brinda muchas oportunidades para hacerlo. Por eso, cada viaje a Ezeiza se me presenta como una oportunidad para disfrutar la conducción a velocidades atípicas. Y ahí empiezan mis problemas.

Las autopistas que uso para llegar al aeropuerto tienen velocidades máximas de 100 y de 130 kilómetros por hora. Estas velocidades fueron fijadas por expertos, en base a estudios serios de las probabilidades de tener accidentes, y de la gravedad que estos pueden tener. Entonces, como es trabajo de gente seria, los respeto con celo. Pero también me gusta aprovecharlos. Es decir, si tengo permitido viajar a 130 kilómetros por hora, disfrutaría haciéndolo, pero no puedo.

Si viajo a 130 kilómetros por hora, no puedo hacerlo por un carril que no sea el de más a la izquierda. Por los otros carriles circula gente a menor velocidad. Pero en ese carril, yendo a la velocidad máxima permitida, siempre se acerca a mi automóvil algún infractor, que deja bien en claro sus intenciones con múltiples violaciones: se acerca a una distancia peligrosa a mi auto, y circula a una velocidad superior a la permitida. Es decir: yo sé que circulando a 130 km no puedo entorpecer el tránsito legal, pues nadie debe ir más rápido. Y sin embargo, entorpezco. Tránsito ilegal, claro, pero entorpezco. Y entorpecer provoca accidentes. Entonces, debo salir de ese carril y circular por otro a menor velocidad. Es mi única opción legal y segura. Prefiero eso a morir en un choque que no fue culpa mía. Sería un etipafio muy estúpido para alguien que se jacta de, a veces, pensar un poco.

¿Por qué me pasa esto? ¿Qué motivo hay para que yo no pueda hacer algo legal porque alguien quiere hacer algo ilegal?

Si alguno de Uds. circula más de 130 kilómetros por hora en esas autopistas, sepa que hace sufrir a alguien.